En la cafetería El Conde solía terminar yo siempre mis noches en la capital. Es como un imán, Siempre hay algo allí, jamás te aburres aunque estés solo. La fauna humana que la rodea es de una frondosidad tan enorme como la de la arboleda del parque donde está ubicada. La zona colonial de Sto Dgo no es ná sin El Conde. Para que vean que no miento, lean ese jugoso artículo de Sturla que acaba de aparecer.
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Salir. ¿Pero adónde?
Pedro Conde Sturla
lunes, 31 de agosto de 2009
Siempre hay un lugar o unos pocos lugares que te atrapan en una ciudad, no importa que sea una gran ciudad.
Aquí, en Santo Domingo, en la ciudad volcada contra el mar, te seduce la zona colonial, su música inusual de pregones antiguos. Ella inventa tus pasos, los imanta. Sales de la oficina y te dispones a patrullar en el viejo Lada –patrullar en el sentido que Norberto confería al término-, escapas hacia la parte alta, te pierdes en el laberinto de los barrios populares, visitas a una amiga al otro lado del río en el Ensanche Ozama, te distancias, te evades a conciencia, te alejas sin rumbo fijo, supones que te alejas, pretendes alejarte o ausentarte y de repente allí estás, frente al Palacio de la Esquizofrenia en la Calle el Conde –el Restaurante Cafetería El Conde, a un costado de la Catedral, la Catedral primada de las Américas–, husmeando, buscando, saludando a los amigos de siempre, pretendiendo que estás aquí por tu voluntad y no porque te han traído. Aquí te clavas, te amaneces, permaneces. Al fondo del Palacio alcanzas a ver a Yoryito, un personaje de ficción, cenando en compañía de su hermano y el filoso filósofo Bonilla.
Bonilla se deja sorprender, capturar -como él mismo diría-, “ en pleno disfrute del encuentro, con gafas negras, enmarcado en sus guedejas blancas cual si se tratara de una coronación profana de sus felicidades discretas de fauno impenitente, dionisiaco y apolíneo a la vez”.
En uno de los bancos del Parque Colón, una criolla con audífonos se contonea a ritmo de merengue con una gracia increíble y los turistas gringos y haitianos le toman fotos. Luego se pone de pie y continúa destilando gracias, ajena por completo a las fotos y a los turistas. En realidad ajena al mundo, atenta sólo a la música que la invade en uno de esos momentos intensamente felices que dan sentido a la vida. “A la vida -dice Norberto James- y a la música que la hace posible”.
Los turistas aplauden cuando la muchacha da por terminado el espectáculo y ella se sorprende al percatarse de ser el centro de atención, pero no se turba, no se inmuta. Se quita los audífonos, agradece con una sonrisa, se inclina reverente, se quita un sombrero imaginario y extiende el brazo en abanico de izquierda a derecha. Todavía siente los efectos liberadores del delicioso frenesí interior.
Por asociación de ideas piensas en Diógenes Céspedes, el infalible crítico literario, y te preguntas cómo se vería bailando en público la teoría del ritmo de Meschonnic, pero la asociación es desafortunada.
Te alejas sin saludar a Yoryito ni al ingeniero filósofo Bonilla, que ahora conversan animadamente, quizás sobre la derecha decente y las bondades del imperialismo.
Hoy no entrarás al Palacio, no estás de humor. Te refugias en la soledad, el estado natural del ser humano -la más fecunda condición humana-, o sales a patrullar en el viejo Lada. Patrullar en el sentido que Norberto James concedía al término. Pero si te refugias en la soledad no tienes adónde ir porque no existen los lugares sino las personas con que compartes esos lugares. Si estás solo no tienes adonde ir, no importa adonde vayas, ni siquiera en un día de lluvia.
Sin embargo, hoy no entrarás al Palacio, no estás de humor, temes encontrar como de costumbre a un maldito poeta embozado en su ego. Temes que el ambiente te reserve la misma experiencia frustrante de otras veces, doblemente frustrante porque sabes que mañana volverás porque no tienes adonde ir. Es la ciudad la que manda. Ordena y manda.
http://www.clavedigital.com/App_Pages/Opinion/Firmas.aspx?Id_Articulo=15576
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Salir. ¿Pero adónde?
Pedro Conde Sturla
lunes, 31 de agosto de 2009
Siempre hay un lugar o unos pocos lugares que te atrapan en una ciudad, no importa que sea una gran ciudad.
Aquí, en Santo Domingo, en la ciudad volcada contra el mar, te seduce la zona colonial, su música inusual de pregones antiguos. Ella inventa tus pasos, los imanta. Sales de la oficina y te dispones a patrullar en el viejo Lada –patrullar en el sentido que Norberto confería al término-, escapas hacia la parte alta, te pierdes en el laberinto de los barrios populares, visitas a una amiga al otro lado del río en el Ensanche Ozama, te distancias, te evades a conciencia, te alejas sin rumbo fijo, supones que te alejas, pretendes alejarte o ausentarte y de repente allí estás, frente al Palacio de la Esquizofrenia en la Calle el Conde –el Restaurante Cafetería El Conde, a un costado de la Catedral, la Catedral primada de las Américas–, husmeando, buscando, saludando a los amigos de siempre, pretendiendo que estás aquí por tu voluntad y no porque te han traído. Aquí te clavas, te amaneces, permaneces. Al fondo del Palacio alcanzas a ver a Yoryito, un personaje de ficción, cenando en compañía de su hermano y el filoso filósofo Bonilla.
Bonilla se deja sorprender, capturar -como él mismo diría-, “ en pleno disfrute del encuentro, con gafas negras, enmarcado en sus guedejas blancas cual si se tratara de una coronación profana de sus felicidades discretas de fauno impenitente, dionisiaco y apolíneo a la vez”.
En uno de los bancos del Parque Colón, una criolla con audífonos se contonea a ritmo de merengue con una gracia increíble y los turistas gringos y haitianos le toman fotos. Luego se pone de pie y continúa destilando gracias, ajena por completo a las fotos y a los turistas. En realidad ajena al mundo, atenta sólo a la música que la invade en uno de esos momentos intensamente felices que dan sentido a la vida. “A la vida -dice Norberto James- y a la música que la hace posible”.
Los turistas aplauden cuando la muchacha da por terminado el espectáculo y ella se sorprende al percatarse de ser el centro de atención, pero no se turba, no se inmuta. Se quita los audífonos, agradece con una sonrisa, se inclina reverente, se quita un sombrero imaginario y extiende el brazo en abanico de izquierda a derecha. Todavía siente los efectos liberadores del delicioso frenesí interior.
Por asociación de ideas piensas en Diógenes Céspedes, el infalible crítico literario, y te preguntas cómo se vería bailando en público la teoría del ritmo de Meschonnic, pero la asociación es desafortunada.
Te alejas sin saludar a Yoryito ni al ingeniero filósofo Bonilla, que ahora conversan animadamente, quizás sobre la derecha decente y las bondades del imperialismo.
Hoy no entrarás al Palacio, no estás de humor. Te refugias en la soledad, el estado natural del ser humano -la más fecunda condición humana-, o sales a patrullar en el viejo Lada. Patrullar en el sentido que Norberto James concedía al término. Pero si te refugias en la soledad no tienes adónde ir porque no existen los lugares sino las personas con que compartes esos lugares. Si estás solo no tienes adonde ir, no importa adonde vayas, ni siquiera en un día de lluvia.
Sin embargo, hoy no entrarás al Palacio, no estás de humor, temes encontrar como de costumbre a un maldito poeta embozado en su ego. Temes que el ambiente te reserve la misma experiencia frustrante de otras veces, doblemente frustrante porque sabes que mañana volverás porque no tienes adonde ir. Es la ciudad la que manda. Ordena y manda.
http://www.clavedigital.com/App_Pages/Opinion/Firmas.aspx?Id_Articulo=15576